jueves

Impulsos y el pulso.

Su cardiograma era un auténtico laberinto, su respiración acompás, entrecortada.

- Estoy viva -murmuró-.

Sístole, diástole, el bombardeo de la sangre del músculo autocontrolado, aspirante e impelente. Sí, estaba viva, o por lo menos biológicamente.

-No me dejes, no te vayas -balbuceó-.

Pero él no podía oírla. Sentado, frente a ella, y no pudo oirla. O quizás sí, pero no supo escucharla.

Es increíble la capacidad que podemos tener en ocasiones para regalar gratuitamente una parte tan frágil de nosotros mismos con la esperanza de que la otra persona no la haga pedazos.

Dalia frente a él, hecha pedazos por regalarle sus debilidades mientras Dante le pedía que se recompusiera, para así poder volver a unir todas las piezas del chico.
Frente a frente y no pudo escucharla, como otras tantas veces. Y dentro de Dalia algo se desarmó.

"Si no es capaz de escuchar las pequeñas cosas, para qué perder el tiempo entregándole aún más fragilidades, -dijo aquella vocesilla interior- no queda lejos el momento en el que sólo podrás regalar los fragmentos que te queden, o incluso nada si continúas perdiendo y dejando que el frío se cuele en los huecos y te hele hasta los huesos".

Mientras, Dante continuaba ahí gritándole, exigiéndole que le armara de nuevo cuando él nunca supo dejar de jugar con sus pedazos.
Y ella, inmóvil, seguía susurrando:

- Te necesito, no te vayas, no me dejes, vuelve.

Pero los gritos de Dante hacían inaudibles cada una de sus palabras.

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