Y entre la niebla, volví a desaparecer
con los indescifrables trucos que sólo los magos conocemos. Al
regresar, ella seguía ahí; inmóvil. Inmediatamente clavó su
mirada en mi, intentando diseccionarme con aquellos ojos de
microscopio. Era la única capaz de averiguar cada movimiento, cada
posible forma de actuar. Me conocía a la perfección. Conocía cada
recoveco de mí y aún así, ahí continuaba, inmóvil, clavándome
su mirada. Esperando poder resolver cada uno de mis trucos.
Lo que ella no sabía era que para mí
sólo trataba de eso, trucos, juegos. Simplemente era mi diversión
particular. O por lo menos, así lo creía.
Los trucos terminaron, decidí ser yo y con eso, la magia se desvaneció.
Acabé por completo con todo lo que a ella me unía. Parece ser que
quién estuvo siendo engañado fui yo, la experta y astuta maga era
ella, que alimentada por mis juegos y su intolerancia a la derrota,
enmascaró todo lo que creí nuestro. Y así, al darme cuenta de que
realmente nunca me había pertenecido, tuve la necesidad de
necesitarla. Estuve tan seguro de que sólo yo era capaz de jugar,
que me olvidé del resto de jugadores y finalmente, aquella agente
doble que parecía estar enamorada de mí, no era ni más ni menos
que mi peor adversario.
Y me volvió a ganar, como cada vez que
nos retábamos a aquellas partidas de ajedrez, siempre me concentré
en atacar y no me protegí. Esta vez perdí por partida doble; la
perdí a ella por no apreciarla cuando la tenía y perdí la
capacidad de sentir, por haberla perdido.